
El Mercurio, 1 de abril de 2008
Con los escándalos recientes en municipios administrados por la UDI, ha quedado demostrado que los problemas que aquejan al Estado chileno en el manejo de sus recursos no surgen de una determinada ideología propia de la Concertación, y que no basta con desalojarla del poder para terminar con ellos. El asunto no es tan simple. Hoy el Estado (incluyendo a los municipios) maneja como seis veces más recursos que en 1990, pero su capacidad de gestión no se ha incrementado en la misma proporción. Tiene prácticamente el mismo personal, y de una calidad más o menos similar, a la vez que mantiene procedimientos diseñados en una época predigital y para funciones muy diferentes de las actuales.
El Estado se organizó para hacer él las cosas: la educación, la salud, los carnés de identidad, el transporte, las cárceles, la recolección de basura, etcétera. Pero ahora esas y muchas otras funciones, que están en la esencia de su misión, las subcontrata a empresas privadas. La gestión de estos contratos requiere una organización y competencias muy sofisticadas, pues de ello depende si la tensión Estado-proveedor crea valor añadido o conduce a resultados calamitosos. En efecto, mientras el Estado busca maximizar en número y calidad el producto o servicio contratado, las empresas están enfocadas a maximizar su renta, sobre la base, obviamente, de cumplir con sus obligaciones y así preservar o ampliar el contrato y su propia reputación. Esta oposición de intereses puede dar lugar a un juego de suma positiva, donde todos ganan y el producto o servicio final termina mejor que lo proyectado. O puede desembocar en resultados catastróficos, sea por deficiencias o ambigüedades de los términos de referencia, mala selección del proveedor o fallas de control. ¿Qué tienen en común el Transantiago, la Seremi Metropolitana de Educación, el Registro Civil o los municipios antes aludidos? Precisamente una gestión deficiente -que en algunos casos se investiga si habría cruzado el límite de lo delictual- de los contratos mediante los cuales se han transferido a proveedores privados funciones vitales para la población, y que antiguamente proveía de modo directo el Estado.
¿Qué hacer frente a las deficiencias o irregularidades detectadas en esta sensible (pero cada vez más amplia) relación Estado-proveedores privados? Una solución es volver a que el Estado realice por sí mismo, con su propio personal y sus propias estructuras, todas las funciones que definen su misión: educación, salud, carreteras, transporte, recolección de basura y demás. Esto facilita el control y reduce los peligros de aprovechamientos o filtración de recursos, pero tiene ciertamente costos en productividad, flexibilidad, creatividad y oportunidades de emprendimiento. Tendríamos probablemente menos escándalos, pero al mismo tiempo productos y servicios públicos de menor calidad y mayor precio, y una economía, un mercado de trabajo y una sociedad más centrados en el Estado.
Otra solución es llevar al extremo la vigilancia de la Contraloría, lo cual podría inhibir a los funcionarios del Estado -y también a las empresas proveedoras- a emprender riesgos o innovaciones por el temor a ser sancionados o ser objeto del escarnio público. Así, la "farandulización" de la denuncia podría tener como efecto paradójico el retorno del estatismo y del burocratismo. Si éste no es el objetivo, entonces habría que terminar con el recreo y tomarse en serio la modernización del Estado, cuyos problemas de gestión empiezan a ser un zapato chino para el desarrollo de Chile.
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