
Más cerca, más lejos
El Mercurio, 10 de julio de 2007
La nación es un artefacto cultural, una entidad que sus miembros imaginan y construyen día a día; es la manera como elegimos pensar acerca de nosotros mismos.
El Bicentenario de la Independencia está cada vez más cerca, cronológicamente hablando. La televisión se ha hecho cargo de esto, con series como "Héroes" o "Epopeya", que han tenido gran repercusión. Sin embargo, desde un punto de vista político, el Bicentenario parece cada vez más lejos. Por ejemplo, en la última cuenta presidencial del 21 de mayo, la palabra "bicentenario" fue mencionada ¡una vez! ¿Tiene esto acaso alguna importancia? Creo que sí. Revela que nuestra clase dirigente está tan excesivamente concentrada en lo inmediato, que ha perdido capacidad para visualizar lo importante. Por mucho tiempo, la reflexión sobre nuestra identidad como nación de cara al siglo XXI no va a encontrar mejor oportunidad para desplegarse que en un bicentenario que se acerca aceleradamente.
Se los ha dado por muertos tantas veces, pero el sentimiento y la idea de nación permanecen tan vitales y vigentes como siempre. Es más, en los tiempos que corren, más que la nación, lo que parece en tren de desaparecer es la utopía modernizadora que proclamó su muerte a manos de la racionalización, de las clases sociales o de la globalización. De hecho, todos sentimos pertenecer a alguna nación, y nos movilizamos por ella. Y no es posible encontrar un territorio en el globo -tomando en consideración incluso a la Antártica- que no sea reivindicado como propio por alguna nación.
Ernest Renan decía, a comienzos del siglo XX, que una nación "es un alma, un principio espiritual", formado por "la posesión de un rico legado de recuerdos" y por un "deseo de vivir juntos", de "seguir apreciando la herencia que se ha recibido como una posesión común". Benedict Anderson introdujo, muchos años después, la noción de "comunidades imaginadas", para referirse a que la nación es una elaboración simbólica, no algo concreto que puede ser definido empíricamente. La nación es un artefacto cultural, una entidad que sus miembros imaginan y construyen día a día; es la manera como elegimos pensar acerca de nosotros mismos. Por esa razón, el contenido de la nación es el resultado de un vasto proceso de producción, y cambia conforme cambian las formas en que pensamos y hablamos de nosotros mismos. La nación, en suma, es una entidad que está en permanente proceso de elaboración y cambio.
Las conmemoraciones de la independencia han sido siempre hitos que han permitido a las naciones fortalecer sus narrativas nacionales, y reorientarlas en función de los desafíos del presente y futuro. Como resultado, ellos lograron robustecer su integración interna y, a la vez, fijar la posición de esas naciones en el mundo. Las celebraciones conmemorativas, en suma, son una forma de producción cultural de la nacionalidad.
Chile es una sociedad que sufrió hace poco una fractura histórica violenta, y que ha hecho un esfuerzo institucional mayúsculo para reorientar su estilo de desarrollo y reconstituir su convivencia. Pero esto no reposa aún en un relato -con sus componentes racionales y simbólicos- capaz de darle continuidad y proyección. A esto se agrega otro desafío que jamás ha sido encarado: la integración de sus pueblos originarios. Se han hecho esfuerzos -bastante mezquinos, hay que reconocer- para su incorporación económico-social, pero muy poco se ha hecho para crear una identidad nacional que los integre genuinamente a su núcleo fundamental.
La conmemoración del Bicentenario ofrece una oportunidad inmejorable para encarar esta tarea pendiente, pero ello exige que nuestra clase dirigente lo tenga cada vez más cerca, no cada vez más lejos.
El Mercurio, 10 de julio de 2007
La nación es un artefacto cultural, una entidad que sus miembros imaginan y construyen día a día; es la manera como elegimos pensar acerca de nosotros mismos.
El Bicentenario de la Independencia está cada vez más cerca, cronológicamente hablando. La televisión se ha hecho cargo de esto, con series como "Héroes" o "Epopeya", que han tenido gran repercusión. Sin embargo, desde un punto de vista político, el Bicentenario parece cada vez más lejos. Por ejemplo, en la última cuenta presidencial del 21 de mayo, la palabra "bicentenario" fue mencionada ¡una vez! ¿Tiene esto acaso alguna importancia? Creo que sí. Revela que nuestra clase dirigente está tan excesivamente concentrada en lo inmediato, que ha perdido capacidad para visualizar lo importante. Por mucho tiempo, la reflexión sobre nuestra identidad como nación de cara al siglo XXI no va a encontrar mejor oportunidad para desplegarse que en un bicentenario que se acerca aceleradamente.
Se los ha dado por muertos tantas veces, pero el sentimiento y la idea de nación permanecen tan vitales y vigentes como siempre. Es más, en los tiempos que corren, más que la nación, lo que parece en tren de desaparecer es la utopía modernizadora que proclamó su muerte a manos de la racionalización, de las clases sociales o de la globalización. De hecho, todos sentimos pertenecer a alguna nación, y nos movilizamos por ella. Y no es posible encontrar un territorio en el globo -tomando en consideración incluso a la Antártica- que no sea reivindicado como propio por alguna nación.
Ernest Renan decía, a comienzos del siglo XX, que una nación "es un alma, un principio espiritual", formado por "la posesión de un rico legado de recuerdos" y por un "deseo de vivir juntos", de "seguir apreciando la herencia que se ha recibido como una posesión común". Benedict Anderson introdujo, muchos años después, la noción de "comunidades imaginadas", para referirse a que la nación es una elaboración simbólica, no algo concreto que puede ser definido empíricamente. La nación es un artefacto cultural, una entidad que sus miembros imaginan y construyen día a día; es la manera como elegimos pensar acerca de nosotros mismos. Por esa razón, el contenido de la nación es el resultado de un vasto proceso de producción, y cambia conforme cambian las formas en que pensamos y hablamos de nosotros mismos. La nación, en suma, es una entidad que está en permanente proceso de elaboración y cambio.
Las conmemoraciones de la independencia han sido siempre hitos que han permitido a las naciones fortalecer sus narrativas nacionales, y reorientarlas en función de los desafíos del presente y futuro. Como resultado, ellos lograron robustecer su integración interna y, a la vez, fijar la posición de esas naciones en el mundo. Las celebraciones conmemorativas, en suma, son una forma de producción cultural de la nacionalidad.
Chile es una sociedad que sufrió hace poco una fractura histórica violenta, y que ha hecho un esfuerzo institucional mayúsculo para reorientar su estilo de desarrollo y reconstituir su convivencia. Pero esto no reposa aún en un relato -con sus componentes racionales y simbólicos- capaz de darle continuidad y proyección. A esto se agrega otro desafío que jamás ha sido encarado: la integración de sus pueblos originarios. Se han hecho esfuerzos -bastante mezquinos, hay que reconocer- para su incorporación económico-social, pero muy poco se ha hecho para crear una identidad nacional que los integre genuinamente a su núcleo fundamental.
La conmemoración del Bicentenario ofrece una oportunidad inmejorable para encarar esta tarea pendiente, pero ello exige que nuestra clase dirigente lo tenga cada vez más cerca, no cada vez más lejos.
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